jueves, 31 de mayo de 2012

Paraíso


  Erase una vez una niña, una niña que se convirtió en joven. Ella nunca creyó en el paraíso, no creyó en prados verdes rodeados de flores y aire limpio, donde todo es felicidad. Eso eran cuentos. Sus amigos le decían que no fuera tan pesimista, que el paraíso si existía, pero no era el concepto que ella tenía.

  La chica testaruda y escéptica, seguía negando que un mundo paradisiaco existiera, porque el paraíso conllevaría la felicidad plena, ¿no?, y esta no existía para nadie.


  Una tarde, mientras charlaba con sus amigos en el mismo bar, a la misma hora, con la misma sonrisa, y tomando lo mismo, la joven recibió una llamada. Su madre parecía agitada y le decía que su abuelo se encontraba muy mal. Ella corrió al hospital donde estaba su abuelo.

  Nunca soportó un hospital, su olor, su blancura eran cosas que le hacían desconfiar. Entró abriendo despacio, a la habitación donde se encontraba su abuelo. El brillo en los ojos de si abuelo, que siempre llamó la atención de la joven, se apagaba como una vela apunto de consumirse. Aquella imagen nunca la podría borrar. Paso hasta dentro abrazando sin demasiada fuerza a su abuelo para no hacerlo daño. 

  Cuando todos los que se reunían alrededor de su abuelo se marcharon de la habitación, la joven se quedo.
Su abuelo la sonreía, y ella le devolvía la sonrisa, mientras se inclinaba para darle un beso en la mejilla. El abuelo la miró y le dijo:

-Tu madre me ha dicho algo que no me gusta demasiado.

Ella sonrió de nuevo y le preguntó: -¿El qué abuelo?
-No crees en el paraíso… ¿por qué no crees en el paraíso?

Ella agachó la cabeza, miró al suelo y le contestó:
-No creo porque no tengo motivos para creer en él.

-¿Eso crees?

-Si. La felicidad plena, los prados de colores y los pajaritos cantando son tonterías que algún ingenuo se inventó para hacer su vida un poco más llevadera. La vida no es eso, es sufrida, jodida abuelo. Y lo que se llama paraíso es una gran mentira.

-Vaya…para mi el paraíso es otra cosa que poco tiene que ver con eso niña.-sonrió- Pero no te voy a dar la charla.

  Ambos pasaron la noche solos en la habitación y hablando sin parar de todo. De cuando ella era niña e iba de su mano a comprar el pan. De cuando le daba dinero a escondidas. De cuando creció y siempre que discutía con su madre se ponía de su parte, tuviera razón o no. Cuando se escapaba de casa y nadie sabía donde estaba excepto él. Su confidente, su mejor amigo.

  Toda la noche hablando hasta que ella empezó a tener sueño, se recostó sobre la camilla y se quedó dormida cogida a la mano envejecida de su abuelo. Su abuelo la acarició el pelo y susurró: 
-Te quiero mi niña. El paraíso existe. Existe….
Y el anciano cerró los ojos.

  La joven se despertó sobresaltada. Miró a su alrededor algo desorientada y notó que la mano de su abuelo no tenía fuerza sobre la suya. Lo miró y tenía los ojos cerrados. Intentó con todas sus fuerzas despertarlo pero él no se despertaba. Las lágrimas saltaban de sus ojos con rabia y finalmente, con impotencia. No paraban.

  Cuando por fin fue enterrado la niña se quedó junto a la losa. Con la cabeza gacha, los ojos rojos como la sangre, y las lágrimas que se agotaban, sacó un papel de su mano. S e arrodilló ante la losa, y dijo:
-Tenías razón, el paraíso existe. Existe en cada mirada de complicidad que me dabas cuando rompía un jarrón y no se lo contabas a la abuela. Existía en cada beso que me diste. Existía en cada palabra que salía de tu boca hacia mis oídos. Existía en cada juego de cartas que jugué a tu lado. Existía en los pocos, muy pocos te quieros que te dije, y en los muchos, muchos que me quedé sin decir. Existe en las lágrimas que ahora derramo porque son de amor. Y seguirá existiendo porque tu sigues en mí, y estarás siempre. Porque te quiero.



  Soltó el papel de sus manos y lo colocó sobre una foto de su abuelo que estaba en el lugar que ahora sería su casa. Besó la foto, abrazó la losa, y fue entonces cuando sintió un dulce escalofrío en su mejilla, una señal de que el paraíso existe….

domingo, 20 de mayo de 2012

Princesa Enamorada


  Un día más. Como cada día. Como todos los días.  Una nueva carta. Al verla ella la saca despacio del buzón, temerosa, con resignación. La mira. El mismo papel, el mismo sobre, el mismo aroma amargo.

  Cierra los ojos con fuerza y sostiene temblorosa la carta sobre el pecho. Sube a su segundo piso como puede por las escaleras y abre despacio la puerta. Todo era diferente desde la muerte de su marido, las paredes parecían más negras, las ventanas se habían atrancado y las cortinas solo desprendían un tenue rayo de luz por las mañanas. “¡Pobre viejo, que en gloria estés!”, dijo.

  Dejó el resto del correo sobre la mesa blanca con esquinazos descostrados de la cocina, y solo se quedó con aquella carta misteriosa. La compra la puso sobre la encimera, rodando despacio una de las naranjas por el suelo sin que ella se diese cuenta. Se dirigió lentamente al salón, se sentó despacio sobre el sofá y la abrió con cuidado.

  Era de nuevo él. Una vez más él la escribía y firmaba con aquel “Te quiero “en la esquina derecha inferior de la hoja.  Una vez más le contaba su solitaria y triste vida, esa vida gris desde que ella no estaba a su lado, esa vida oscura desde aquel ya lejano verano. Todo tenía tonos negros desde que ella había decidido marcharse y dejarlo sin sentir el calor de su presencia. Nada tenía sentido si ella no estaba.

  Las lágrimas corrían por sus mejillas a trompicones, tímidas, y a la vez de todo eso rabiosas, encolerizadas. Nunca le contestó a sus cartas, nunca volvió a verlo desde aquella tarde, no imaginaba como podía ser ahora su rostro, pero si recordaba el día antes de marcharse. Aquella habitación de hotel con las paredes turquesas y las sábanas blancas. Sus cuerpos desnudos perdiéndose entre ellas, deseando ser encontrados por las ansiosas manos. Él recostado sobre la almohada mientras ella lo besaba como nunca más volvió a besar a nadie. Aquel rayo leve de luz violeta que informaba del amanecer y al que ninguno de  los dos quisieron prestar la más mínima atención. Su aliento sobre el cuello, lo más hermoso del mundo concentrado en un suspiro. Aun podía notar como sus dedos se le enredaban en el pelo.

  Aquel día quedo grabado a fuego en su memoria como una herida de guerra, como una marca de nacimiento. Ella lloraba y no podía parar de hacerlo cada vez que sostenía una de sus cartas entre sus manos. Cada palabra manuscrita, de caligrafía temblorosa, era una puñalada en su corazón, un recuerdo que tomaba forma para desgarrarle lentamente.

  Nunca lo contestó, pero había llegado el día de ser más fuerte, el día de enfrentarse a todos sus miedos. Se levantó como pudo del sillón y cogió un bolígrafo y un taco ligero de folios. ¡Cuánto tiempo hacía que no escribía! Casi no podía recordar la última vez. Separó la silla de la mesa de roble y apoyó los papeles sobre ella:




“De una princesa para un rey:

  Una carta por día. Treinta cartas al mes. Trescientas sesenta y cinco al año. Cuarenta años recibiendo tus cartas, sin fallar un solo día.

  ¿Recuerdas cómo fue todo? Yo no lo olvido. Después de irme nunca volví a sentir de aquella manera, no volví a amar. Tuve que irme. Aquello no era la vida que esperaba, aunque tú fueras el hombre de mi vida. Lloré durante años, lloré sin parar cada día, cada día que estuve sin saber de ti, durante cada día de estos cuarenta años de cartas.

  Pude ser tu princesa, y tú pudiste ser mi rey. Pudimos construir un castillo y hubiese abandonado cualquier cosa por ti, de sobra lo sabías. Pero tú decidiste otra cosa, me dejaste ir y no volviste, no lo hiciste. Esperé que lo hicieras, pero no viniste. Desde entonces soy princesa sin corazón, sin alma. ¿Por qué tuviste que dejarme ir? ¿Por qué tardaste tanto en buscarme?

  Me casé, sí, lo sabes. Era un buen hombre, lo fue. Sin embargo lo hice infeliz, nunca lo ame como se mereció y de eso tienes la culpa tú y por eso te odio. Pero te odio sin poder odiarte, delirios de vieja o estupideces de niña enamorada.

  No pude, lo siento, no pude. Mírate al espejo ¿lo ves? ¿qué somos? Un par de ancianos cuyas vidas destrozamos el uno al otro, un par de viejos que conservan una ilusión que jamás ocurrirá. Todo pasó y lo que pasó jamás volverá.

  Cada carta tuya, cada día de mi vida, es sufrir, es llorar, es una punzada mortal en el centro del corazón. Creo que no hay lugar para más heridas, no me caben más. Elegimos, tuvimos la oportunidad de elegir. Yo me fui y tú me dejaste ir. No tenemos la culpa ni tu ni yo. Tu no supiste quererme como yo necesitaba, y quizá yo tampoco supe hacerlo. Es tarde, y no quiero derramar una lágrima más lo poco que me quede de vida.

  Más de cuarenta años pensando en ti, más de cuarenta años deseándote. Ha llegado el día en que te olvido, el día en que nos olvidamos. Por favor, te lo pido con el alma en la mano, el resto de alma que me dejaste, no vuelvas a escribirme, no lo hagas.

  Cuida de mi corazón, cuídalo bien, porque fue tuyo, será tuyo, y nunca más podré recuperarlo…
                                                                                                         Te quise, te quiero y te querré…”



martes, 15 de mayo de 2012

La huida


  Es imposible creer en un mundo lleno de felicidad. Esta afirmación se complica cuando te das cuenta de que la plena felicidad no existe, se difumina.

  Esa tarde escribía sin casi poder parar, sin mirar lo que salía de mi pluma, sin pensar. Es cierto que cuando verdaderamente sabes que es lo que quieres es cuando no esta cerca de ti, cuando corres el tremendo peligro de perderlo y eso era lo que estaba apunto de hacer con mi vida, perderla, abandonarla quizá sea la palabra más exacta. Sabía que era la única manera de valorarla de verdad.

  Llevaba años queriendo huir de un mundo que creé, donde prevalecía una máscara que yo misma me había impuesto, una persona que no era realmente yo. En realidad no me preocupaba el hecho de pensar que con ella puesta defraudaba a los de mi alrededor, lo que verdaderamente me preocupaba era saber que nunca dejé a nadie conocerme de verdad, eso me entristecía porque sabía que si algún día faltaba no quedaría rastro de quien soy.

  Necesitaba marchar, irme para no volver nunca. Era algo que siempre estuvo en mi mente pero creo que nunca tuve el valor para hacerlo y con el paso de los años se hacía más urgente. Estaba preparada para ello. Encima de mi mesa cogí el billete de ida, solo de ida. Estaba a punto de huir de todo, de todo aquello que tanto me asfixiaba, del mundo que tuve y siempre detesté. Solo había una razón por la que hubiese roto en pedazos ese billete, pero la razón no llegaba. Lo tenía en mi mano, era el pasaje a una vida que me apartaría de todo y solo podía pensar en momentos vividos.

  ¿Debía irme? No tenía respuesta para eso, solo sabía que iba a hacerlo. ¿Debía contarle a alguien lo que estaba a punto de hacer? No, si me iba era para empezar de cero, eso estaba claro. La única seña de vida que daría sería la de que me iba pero nunca diría adonde, nadie debía saberlo.

  ¿Lo pasarían mal, me echarían de menos? Quizá algunos, otros me olvidarían muy pronto, estoy segura. Tenía miedo, estaba temblando, y una parte de mi esperaba que llegase esa razón por la que no debía irme, sin embargo, tenía la corazonada de que eso no pasaría.

  Era la hora. La casa estaba vacía, me había asegurado de que no hubiese nadie a la hora de mi salida. Cogí mi maleta, dejé sobre la mesa de cristal un sobre para mi madre explicándole que tenía que hacerlo y que intentase que los demás también lo comprendieran, y salí por la puerta. Era un adiós definitivo, sabía que no volvería.



  De camino al tren mi vida pasaba ante mis ojos. No era una mala vida, había de todo. Cosas que nunca olvidaría y momentos que intentaría no recordar nunca más. Unos para no sufrir al saber que jamás volverían, y otros por hacer como si nunca hubiesen existido. Ahora me convertiría en una persona distinta, nueva, o en realidad la que se ocultaba bajo mi disfraz.

  A él lo mandé un mensaje al móvil. Le dije que no intentase contactar conmigo porque iba a cambiar de número y le dí las gracias por todo lo que había hecho por mí, recordándole que había sido realmente importante en mi vida, pero que lo hacía también por él.

  Montada en el tren apoyé mi cabeza junto al cristal, sintiendo una paz indescriptible. Nunca más iba a permitirme ponerme corazas, máscaras, solo iba a ser yo misma con lágrimas sonrisas o lo que en ese momento necesitase expresar, sin reparo alguno, sin ningún miedo.

Hoy era el día, era mi día. Hoy comenzaba mi vida…

martes, 1 de mayo de 2012

Diavolo


  El frío diciembre madrileño calaba en los huesos. Por mi ventana veía los primeros resquicios de la noche. Un azul oscuro intenso ya cubría los cielos emergentes de humo. Cogí mi abrigo, mi paquete de cigarrillos, un mechero rojo medio gastado que tenía sobre el sofá, y me dispuse a salir a la calle para hacerle el amor a la soledad, mi mejor compañera desde que llegué a la capital.

  Bajé al portal ayudando a mi anciana vecina a cruzarlo que con gesto adorable, ese que solo profesan las personas que tanto han vivido; agradeció mi ayuda, y me subí la cremallera dispuesta a emprender mi camino.

  Mientras cruzaba por el paso de cebra engastado de la calle Atocha, meditaba sobre todo lo que rondaba por mi cabeza. A pocos metros divisé la puerta del Retiro y me dispuse a entrar. A mi alrededor veía familias con niños dirigiéndose en sentido contrario al mio pues la hora era ya poco prudente para ellos. 

  Un par de parejas jóvenes que no paraban de darse cariños y unos amigos algo contentos por el efecto de sus litronas medio escondidas en bolsas, también abandonaban el parque. Los primeros siempre llamaron mi atención porque siempre pensé si esos cariños serían reales o fruto del instinto de la juventud por sentirse amado. Respuesta que nunca obtendría así que decidía inventar. Apenas quedaba nadie dentro.

  Seguí andando de frente hasta llegar a la primera de las rotondas del parque con la fuente que sostenía la estatua del Ángel Caído y sus chorros en la parte inferior en forma de gárgolas que desprendían agua por sus bocas. Amaba esta escultura casi sin saber por qué, como una fuerza superior. Quizá por la ingenua teoría humanista que siempre tuve de que esa escultura era el reflejo más claro de los hombres, la versión más fiel del alma de los mismos.


  Escuché la leyenda de que si mirabas fijamente al Ángel varias veces y llegabas a verle tres movimientos, sería una señal de que Satanás existe y que esta entre nosotros, su manera de hacernos saber que al igual que Dios, él esta aquí. De esa manera, quien lo viera, tendría que dar fe de lo que había visto y convencer al resto de su existencia o su alma pertenecería toda la vida a los fuegos del Averno. Una leyenda urbana que siempre había pasado de padres a hijos y me hacía especial gracia porque le daba un aspecto aun más enigmático del que tenía.

  Me detuve unos instantes a mirar su ala, la que señalaba al cielo, la que le confería la virtud y después a mirar la que señalaba a la tierra y le otorgaba la maldad. Fue la primera la que más tiempo ocupó mi examen. Era larga y robusta, fuerte, altiva. Encendí uno de mis pitillos mientras miré hacia los lados para observar quien más había. Estaba sola, parece casi surrealista pero así era, sola.

  Seguí observando mientras fumaba hasta que algo hizo que me paralizase por completo. Mis ojos se quedaron emplatados al ver su ala divina agitarse despacio. Tras unos instantes de congelación en mi expresión, que no provenía del frío sino del miedo, bajé la vista y volví a alzarla para volver a ver si ocurría lo mismo. El ala seguía inmóvil, en la misma posición que en principio, así que con alivio pensé que sería una sugestión de mi imaginativa cabeza.

  Seguí mirando la imagen y ahora lo que se congeló fueron mis latidos. Creía a ver visto la cabeza del Ángel volverse hacia mi con expresión de poder, pero a la vez de iguales. Mientras mi respiración se agitaba cerré los ojos con fuerza pidiendo a Dios que aquello no fuese verdad al abrirlos.

  Cuando de golpe los abrí la cabeza seguía mirándome pero esta vez parecía extrañado. Volví a cerrar los ojos, aquello no podía ser real era imposible. Esta vez despacio, muy despacio, abrí de nuevo los ojos y la cabeza del Ángel miraba hacia el cielo como al principio.

  Di una calada rápida a mi cigarrillo y lo tiré con la cabeza agachada y decidida a no volver a mirar pues el pánico, la sugestión, o ya no sabía muy bien el qué, no querían comprobar si lo que había visto esas dos ocasiones era cierto o fruto de mi imaginación.

  Me dirigí hacia la puerta cuando unos chavales en bici casi me atropellan, pues apenas era capaz de percibir lo que me rodeaba. Apuré el paso para evitar la tentación de mirarla, ese instinto primario de los seres humanos que nos hace hacer aquello que sabemos no podemos hacer. Pero fue entonces cuando escuché “Chiquilla, chiquilla por favor, ¿me das algo?”, me dí la vuelta sobresaltada y era una anciana mendiga, su presencia me asustó aun más. “No llevó nada… perdone”. Intenté no hacerlo, intenté no levantar la vista pero fue inevitable sentir un profundo aleteo ensordecedor que me hizo gritar de pánico…